Las dos operaciones
comando en África son la última demostración de la presión que está ejerciendo
Estados Unidos sobre Al-Qaeda en un continente donde el terrorismo islámico
está en ascenso.
Pero el fracaso de la
operación en Somalia y los reclamos del gobierno libio por el
"secuestro" de un ciudadano local también pusieron en evidencia los
problemas que tiene Washington en este complejo combate.
La incursión en Somalia
reveló hasta qué punto este fragmentado país sigue siendo un santuario para los
aliados de Al-Qaeda, más de 20 años después de que Washington interviniese en
vano en su guerra civil. Y la de Libia demostró que tras la caída de Muammar
Khadafy este país se convirtió en un anárquico campo de batalla, que se
extiende desde el Mediterráneo hacia el Sur, hasta las profundidades del
Sahara.
Tal vez, la prioridad de
Estados Unidos a la hora de capturar a Al-Libi no haya sido tanto llevar a
juicio a un sospechoso poco conocido de los atentados de 1998 contra las
embajadas de Kenya y Tanzania, sino más bien perturbar el funcionamiento de su
enemigo más virulento en un petroestado inundado de armas y situado en la
puerta de Europa.
Un funcionario de seguridad
de Siria y ex comandante de los rebeldes islamistas contra Khadafy advirtió que
Al-Qaeda y sus aliados prepararían una violenta respuesta por la captura de
Al-Libi.
Consciente de los riesgos de
que su gobierno parezca un cómplice de Estados Unidos, el premier libio, Ali
Zeidan, se apuró en decir que estaba siguiendo de cerca "las noticias
sobre el secuestro de un ciudadano libio".
Abdul Bassit Haroun, ex
comandante de la milicia islámica que trabaja ahora para el gobierno libio en
seguridad, dijo que la incursión de Estados Unidos debería servir para
demostrar que Libia no es un refugio para "terroristas
internacionales".
"Pero también está muy
mal que ninguna de las instituciones del Estado tenga la menor información en
este proceso, ni tampoco una fuerza capaz de capturarlo", dijo Haroun.
"Eso significa lisa y llanamente que el Estado libio no existe",
agregó.
Haroun advirtió que los
militantes islamistas, como lo acusados del mortal ataque de hace un año contra
el consulado de Benghazi, pueden reaccionar con violencia: "Esto no lo van
a tolerar", dijo. "Habrá fuertes reacciones de venganza, porque se
trata de una de las figuras más importantes de Al-Qaeda", añadió.
Por el contrario, el
gobierno somalí, que cuenta con el apoyo de Occidente, dijo haber cooperado con
Washington, aunque su control de gran parte del país se ve limitado por
poderosos grupos armados.
En el pasado, las fuerzas
norteamericanas usaron aviones no tripulados para matar a ciudadanos somalíes,
y el año pasado los Navy Seals liberaron a dos voluntarios secuestrados en el
país.
Desde Nigeria en el Oeste,
pasando por Mali, Argelia y Libia, hasta Somalia y Kenya en el Este, África ha
sido escenario de importantes ataques contra su propio pueblo y contra los
intereses económicos occidentales, incluyendo las plantas de gas del desierto
argelino en enero pasado y el centro comercial de Nairobi, así como el
asesinato del embajador norteamericano en Libia, hace un año.
Esa tendencia es reflejo de
diversos factores, que incluyen los esfuerzos de Occidente para desalojar a
Al-Qaeda de su base en Afganistán, el derrocamiento de los gobernantes
antiislamistas autoritarios durante la "primavera árabe" de 2011 y el
creciente resentimiento entre los pobres de África contra sus gobiernos, a los
que consideran peones corruptos de las potencias occidentales.
Los expertos de inteligencia
occidentales dicen que hay evidencias de un creciente vínculo entre los
militantes islamistas de todo el norte de África, que comparten el objetivo de
Al-Qaeda de establecer estados islamistas estrictos y de expulsar a los
intereses occidentales de territorio musulmán.
Al-Libi, de quien se decía
tras abandonar el Estado policial de Khadafy que se había unido a Ben Laden en
Sudán en la década de 1990, antes de asegurarse asilo político en Gran Bretaña,
tal vez haya sido parte de esa apuesta por consolidar una base de operaciones,
según los analistas.
El primer ministro libio,
Ali Zeidan, viene solicitando hace tiempo ayuda para restaurar la seguridad a
las potencias occidentales que colaboraron con el derrocamiento de Khadafy.
Pero con un país de seis millones de habitantes hundido en el caos, con sus
pozos petroleros cerrados por protestas y el poder dividido en manos de bandos
enemigos, no puede esperarse mucho.
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